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lunes, 30 de marzo de 2009

Semáforos

¡Taxi, taxi!

Gritaba sin oír mi voz realmente, mientras los semáforos se enzarzaban en una lucha magnética de pitidos molestos, tratando de hacer suyas mis trayectorias.

Saltaba por el pavimento. Mi ritmo era irregular, un bailarín carente de gracia, pero respetaba el algoritmo. Solo pisaba las franjas blancas, los cuadriláteros alternos, y evitaba a toda costa la aspereza -de tres días- de las alcantarillas frías.

Me había despojado de todo lastre, pero el vehículo aguardaba impaciente, gruñón, sumido en una nube de humo níveo. Me había despojado de casi todo lastre, y haciendo un esfuerzo sobrehumano me arranqué la corbata y la arrojé a una papelera (de esas que tienen un cenicero en la coronilla).

Apreté un poco más el paso, o la carrera, o lo que coño fuera aquello. De pronto el marcial parpadeo de aquella horda de hombrecillos verdes consiguió contagiarme su ansiedad, su prisa implacable, y cargué contra aquella turba de mochilas, bolsos y periódicos gratuitos llenos de tonterías.

La llavé giró otros 26º, el motor rugió, y una última zancada me puso en el centro, me convirtió en el centro, y mientras vomitaba mis 5'25 litros de café, el hombrecillo se puso rojo.

Creo que hoy sí llego tarde.

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