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domingo, 15 de marzo de 2009

Las mesas crecen

Primero son asiento para la indeseada compañía de papel que nos brinda cada día y sus tareas. Apuntes tempranos de paisajes de vagón en movimiento, de ideas aún no comprendidas, apilados en desorden, esperando.
Para afrontar la reunión, pueden aparecer sobre su superficie platos de migas y latas medio llenas -o medio vacías- de refresco tibio y revenido.

En la del poeta, incluso, versos en construcción o simplemente, ruinas de ellos.

Con el paso adimensional de las horas de trabajo u holgazanería, comienza a peligrar el equilibrio de folios, cuadernos, libros y carpetas. La solución es desterrarles con un barrido de brazo y colonizar la recién desalojada sección de la mesa con un libro abierto que ofrezca, en el mejor de los casos, una lectura agradable.
No hay testigos visuales del lento y constante aterrizaje de las motas de polvo, de la muerte de los bolígrafos abiertos y de la dramática lucha de los lápices por conservar el precario equilibrio sobre una página inclinada que les salva de despuntarse contra el suelo.

Poco a poco, el espectador y usuario percibe un aumento en el número y la diversidad de los pequeños objetos que pueblan la mesa, aunque en general sólo uno capta su atención por encima del resto: un reloj de pulsera, sentado en el medio de la mesa sobre su correa arrugada. Tic-tac.

El problema, en resumen, es que las mesas crecen y echan hojas hasta la llegada de un otoño nada espontáneo.

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