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lunes, 27 de julio de 2009

Insomnio

Es otra noche de insomnio, otra solitaria noche de insomnio. Tengo la costumbre de pasar estas noches dando una vuelta por la ciudad, pero como no encuentro las llaves de casa me es imposible salir a la calle. Incapaz de hacer otra cosa me dedico a dar vueltas por el salón. Como en tantas noches en vela, solo cuento con la compañía del cenicero lleno, una hoja en blanco y un boli todavía virgen que esperan impacientes a que me alcance la inspiración, pese a que saben tan bien como yo, que hace ya tiempo que las musas perdieron mi dirección, o simplemente me abandonaron, como han ido haciendo todas las cosas importantes de mi vida. Pese a ser consciente de que no escribiré nada, todas las noches saco del segundo cajón de mi mesa la misma hoja y el boli confiando en el milagro.

Miro por la ventana y veo que las estrellas se han alejado un poco más y que no hay luna. Tres meses hace que las estrellas me rehuyen y que la luna no aparece en el cielo.

Tres meses hace que el sol ha dejado de calentar y que tengo el frío albergado en los huesos. La primera semana lo consideré como algo normal que el tiempo se encargaría de volver a encender el sol, de acercar las estrellas, de iluminar la luna. Pero lejos de mejorar, la segunda semana fue peor que la primera. A la tercera semana ya me encontraba sin trabajo, y aquellos que fueron mis amigos comenzaron a regirme y a considerarme huraño.

Vuelvo a mirar el móvil, ansioso, aunque, como era de esperar, no tenía ninguna llamada. La angustia diaria al principio se veía interrumpida por la emoción y el nerviosismo que me dominaba al sonar el teléfono, aunque estos sentimientos tardaban poco en desaparecer cuando la voz que sonaba al otro lado del auricular no era la tuya. Era entonces cuando me inundaba la mayor angustia y desesperanza. Desasosiego solo comparable al que esta noche experimento. Pero, ya no me llaman amigos ni compañeros de trabajo preocupados por mi estado de ánimo o, incluso, de salud.
Pero hoy terminara todo, para bien o para mal (aunque todo parece indicar que para mal), hoy es el día 92. Peor, hoy es la noche 92, en solo unas horas habrá terminado la larga espera. Aun resuenan en mi cabeza las palabras que dijiste ese trágico día, con lágrimas en los ojos y gestos de despedida. “Me costara mucho perdonarte, de hecho, no se siquiera si podré, pero se que si no logro perdonarte no quiero volver a tener nada contigo”. Y antes de irte con los ojos húmedos y el semblante duro cual piedra, concluiste con “dame un plazo de tres meses, si en esos tres meses no he dado señales de vida, dejare de existir para ti, y no tendrás mas rastro de mi que el que quede en tu cabeza”. Una y otra vez han repetido mis labios esas palabras en estos 92 días de la más absoluta soledad. Pero hoy concluye tu plazo, y… el teléfono sigue siendo virgen de tus llamadas.

Me sumerjo en mis recuerdos y no puedo concebir como decidí acabar así, con la única etapa de felicidad que he tenido en la vida, hace tres meses, yo era una persona con un trabajo estable y satisfactorio, con amigos, con inspiración y, ante todo, con ese excelente antídoto contra la soledad que eres tu, con tus delgados y perfilados labios, con tus profundos ojos de color miel en los que igual puedes mirar durante horas sin encontrar el fondo, como te muestran en segundos la mas perfecta expresión de lo que sienten, con una mirada capaz de llegar a una intimidante susceptibilidad a la hora de descubrir tus pensamientos y dejarte en la mas absoluta desnudez, con la blancura y fragilidad de tu cara, con la perfecta armonía que guardan o guardaban tu cuerpo y mis manos… … pero eso dejo de existir hace 92 noches.
En la soledad de mi casa solo se oye el perpetuo ruido del reloj que repite monótonamente el tictac que acompaña al movimiento del segundero, del afilado segundero. Un sonido constante… cortante…

Es Sísifo, pienso a menudo, condenado ha hacer lo mismo sin avanzar por toda la eternidad, volviendo siempre al punto de partida, como yo.

Ojala pudiese volver a hablarte, tenerte delante y explicarte como te necesito, que cometí un error, el mas grande de mi vida, pero el castigo había sido excesivo, no han sido 92 días, han transcurrido años desde que te despediste hace tres meses. Han pasado 92 noches formadas por innumerables horas, en ocasiones por días.

Vuelvo a coger el teléfono, si por lo menos tuviese alguna forma de contactar contigo… pero no, te aseguraste de que pudieses tomar tu decisión sin mi presencia, y en el caso de que quieras abandonarme, de que no te encuentre. Cambiaste de móvil, dejaste el alquiler y desapareciste, probablemente para siempre…

Unas horas, tan solo unas horas, vuelvo a pensar al ver las agujas del reloj marcando la una y media. En cuanto amaneciese, toda mi Vida, mi verdadera Vida, será lo más parecido a una alucinación, algo que solo a pasado por mi mente, sin haber dejado huella en la realidad. Excepto la angustia.

Maldita noche, maldito alcohol, maldita mujer, y maldita mi mala suerte. ¿Por qué siempre tengo que culpar a los demás de mis errores?, maldito yo, maldita mi inconsciencia, mis hormonas, mi falta de voluntad… ¿Quién me iba a decir que acabaría así? Solo íbamos a ir a tomar unas copas, serían las tres de la noche, lúgubre hora, cuando se acerco ella… el resto se lo pueden imaginar, una mirada… una sonrisa… el tonteo… un beso… otro… y después, algo más… arrepentimiento, confesión, llantos, tensiones, acaloradas discusiones… y por fin, la despedida. Despedida…

Necesito despejarme, el piso esta lleno de humo. Abro la ventana. Me golpea el frío aire de la calle. Pero me gusta, me saca de mi amodorramiento y me enciendo otro pitillo. El humo se va disipando rápidamente en el aire fresco que va inundando la habitación.

Mi atención por enésima vez en el único retrato que hay sobre la única estantería del salón. Bajo un marco plateado, la fotografía muestra dos rostros sonrientes, con los ojos vivos mirándose entre si, es una foto que, aunque irradie alegría, vuelve a humedecer mis ojos. Un Pienso con una triste desesperanza que mañana la única foto de mi casa desaparecerá, para siempre. Un fulgurante y potente sol ilumina la foto. ¿Dónde se habrá escondido? Tienen suerte en Groenlandia, su noche solo dura seis meses.

Mis pensamientos se ven interrumpidos por un estremecimiento causado por una corriente de aire frío que acaba de atravesar el salón. Cierro la ventana. Olvidaba que el frío no viene de la calle, lo llevo dentro.

El cansancio se va apoderando de mi cuerpo, músculo a músculo y me obliga a batirme en duro duelo con mis parpados que amenazan con cerrarse cuando apenas quedan unas horas para que termine el plazo. Me siento como un condenado a muerte, que espera en su celda las pocas horas que quedan para la hora de su ejecución, esperando inútilmente la improbable llamada de indulgencia que termine con su pena. Las pocas noches que duermo, dentro de esta larga noche que no termina, sueño con mi silla eléctrica particular. Mi ejecución tendrá lugar al alba. Mañana despertare muerto, tan frío como los muertos… tan solo como los muertos.

Esta noche, como tantas otras, no me acostare en mi cama. Es demasiado grande y vacía sin ti. Fría cama de frías sabanas. No, soy incapaz de dormir ahí. Aun no he descubierto calefactor ni mantas capaces de calentarme en el duro colchón en el que tan fácilmente te hundías, y en el que tan fácil nos era escapar del mundo fabricando nuestra propia atmósfera de cálida felicidad. Pero eso fue en otro siglo. Ahora, sin embargo, nuestro micromundo pasa por su primera glaciación que amenaza con extinguirme, acabando con la Vida y dejándome en la inerte y angustiosa existencia.

Voy perdiendo mi pulso contra el cansancio, y poco a poco me voy hundiendo en el sofá, hasta el punto de que me sé incapaz de levantarme del mullido sofá en el que me hallo.

Ya he sido derrotado, la oscuridad se apodera de la estancia en el mismo momento en que se cierran mis ojos y caigo en un ligero sueño, me permite oír los ruidos de la calle que traspasan la ventana. ¿O solo los imagino?, por mi fatigada mente circulan sin vigilancia los sonidos de mi alrededor, el motor de un coche, un grito de un hombre, una moto, la música de una discoteca, un teléfono, otro coche….


NACHO HIDALGO

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