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viernes, 19 de febrero de 2010

El hombre que se convirtió en agua

Había una vez un hombre tan inseguro que dudaba a cada paso que daba. Un día apreciaba la efímera belleza de las flores y al otro no veía en ellas más que unas presumidas irremediables. Tan pronto agradecía la maravilla del camino, como lo consideraba el mayor de los infiernos. Un agricultor diría que era más volátil que los precios agrarios, un físico diría que era más variable que los paradigmas científicos, él mismo decía que ni él mismo se entendía. Pero seguía caminando, confundiendo para bien o para mal a todo aquel que se cruzaba a su paso. Entonces empezó a sentir que cada vez que cambiaba de opinión, algo en su interior se fundía, como se funden las piedras en el desierto con los cambios térmicos y se hacen arena. Cada día un nuevo cambio, una nueva fusión. Hasta que llegó el día en que se derritió del todo. No era más que líquido, principalmente agua, ya que componía mayoritariamente el cuerpo original. Sintió que jamás había caído tan bajo, y además literalmente, porque no era más que un riachuelo que se movía sobre los cauces del camino. Y en ese estado, sintió algo nuevo, su propia fluidez, vio que no se movía de acuerdo a rígidas decisiones mentales, sino que se desplazaba en armonía con el movimiento de su propia sangre, de su agua. Era un líquido que se adaptaba grácil al cauce de su interior, no vacilaba, simplemente fluía con su propia esencia, digamos que se conocía un poco mejor, o más bien, que se estaba empezando a conocer.

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