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miércoles, 25 de noviembre de 2009

Ciudad fantasma

Me despierto. No hay nadie en casa. Se habrán ido mis abuelos, no sé a dónde. Y como cualquier mañana me lavo la cara, desayuno, pero impulsado por qué sé yo, no me quito el pijama. Y salgo a la calle. Descalzo. No hace frío, mis pies acarician la acera. Y cojo el metro. Nadie. No he visto a nadie todavía. Y sigo. Me bajo en ciudad universitaria que hoy se debería llamar ciudad fantasma. No está ni el violinista ni la taquillera ni el quiosquero ni los de los periódicos ni la escandalosa masa humana de todas las mañanas. Nadie. Sólo yo, y cada vez más el miedo. ¿Estoy muerto? ¿Qué ha pasado con el resto? Voy a clase. Y el profesor no aparece ni mis compañeros. Era de esperar. Y pasan los segundos que pesan como siglos. Ansío ver a alguien, salir de esta delirante soledad. Las 11. Recuerdo que quedé contigo en la biblioteca. Me acerco. Cada vez más calor. No sé de dónde viene. Casi me abrasa, pero la piel se mantiene intacta. Me acerco. Y de repente, un sol. Mejor dicho, otro sol. Otro a parte del de arriba. Este a la altura de mis ojos que como dos planetas orbitan en torno a la estrella. Y ya no siento miedo. Olvido la ausencia de autómatas, de carreras, de odios, de miserias, de preocupaciones, de colas, de empujones, de prisas, de rabias, pero también de personas, de amigos, de conocidos, de desconocidos, de vida, de muerte, de calor humano. El sol de ojos claros mirada serena y sonrisa fácil clava sus rayos en mi corazón. Y olvido todo lo demás. Sus rayos besan mi cara. Me despierto.

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